sábado, 29 de septiembre de 2012

052.09* JOAQUÍN MILLÁN. MALINCONIA. ANSORENA GALERÍA DE ARTE. Alcalá,52. Madrid




  
Se debe a los artistas florentinos del Renacimiento, (Mantegna, Massaccio,..), el inicio de la investigación sistemática de la perspectiva, enunciando sus primeras leyes y normas, que son aplicadas a la pintura.

Posteriormente, serían Miguel Ángel, Rafael y Leonardo da Vinci, -véase, como ejemplo, el cuadro de este último, “La Última Cena”-, quienes perfeccionaron estos conceptos, dando lugar a un paradigma que se mantiene hasta el presente, y que se basa, esencialmente, en la plasmación de la sensación de profundidad, que produce la convergencia en un punto de las líneas rectas, que configura la visión de la arquitectura de un edificio o una estancia.


Desde entonces, las representaciones de elementos arquitectónicos en las obras pictóricas es una constante, al aprovechar los pintores sus posibilidades estéticas y compositivas, cuando así conviene a sus fines artísticos.

Pero es en las tras-vanguardias del siglo veinte, -estimulado por los hallazgos del racionalismo y de la Bauhaus-, cuando las representaciones, tanto del paisaje urbano de la ciudad moderna, como de los espacios  interiores, toman una autonomía icónica, como objetos miméticos y estético independizados.

Desde los precisionistas norteamericanos Sheeler, Crawford, Hirsch, Bruce, e incluso Hopper, -fascinados por el crecimiento de la gran ciudad y su dinamismo, cuya manifestación más arquetípica eran los rascacielos-, hasta los fotorrealistas o los hiperrealistas, -denominaciones de las que disiento-, tales como Richard Estes, o el prototípico Antonio López, o, siguiendo en España, Lapayese, Quintanilla, García Oñate y otros, la arquitectura urbana, los detalles constructivos y los espacios interiores se han convertido en único motivo de representación, mediante el cual los artistas investigan los efectos de la luz sobre los planos, el estudio de las sombras como factor dramático y misterioso, los reflejos y transparencias, el silencio y la soledad, como contrapunto al ruido y a la multitud anónima a la que evoca.

Hemos glosado aquí, con anterioridad, a magníficos representantes de esta corriente pictórica, recordemos a Philipp Fröhlicn y sus “Miradas Remotas”. En Ansorena hemos podido contemplar la obra de autores como Carlos Morago y Javier Riaño con su tenebrismo claroscurista a la moderna, con cierto carácter cinematográfico a la Mornau.

Encontramos ahora a Joaquín Millán, (Arganda del Rey, Madrid, 1964), que, (sobre dibujo preciso y con pincelada suelta, sea en guache, encáustica u óleo, en tamaños grandes o pequeños), quiere penetrarnos de melancolía, presentando una colección homogénea y coherente, donde la pintura va más allá de la fotografía, como etopeya gráfica de la realidad, y la supera, consiguiendo, paradójicamente, el efecto ilusorio de estar contemplado copias fotográficas tomadas de la realidad. Realmente notable y sorprendente.

En los cuadros de Millán encontramos todos los elementos comunes a la actual pintura arquitectónica, pero en los que, además,  el artista mezcla invención imaginativa con realismo integral, consiguiendo un efecto singular, que dan a sus obras una personalidad definida.

Sus espacios vacios e inertes, no misteriosos, pero si inquietantes, son luminosos debido a la luz natural del día, que los baña de forma difusa y que en ocasiones se bate en batalla de contraste con la luz artificial que ilumina el interior de la estancia representada, obteniendo coloraciones confrontadas que dotan al cuadro de una mayor complejidad cromática.

Hemos de concluir que, de las pinturas de Joaquín Millán, emana la malinconia, la saudade, la melancolía. 

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