Manuel
Garcés, (Córdoba, 1972), es pintor que traslada a los cuadros aquellos lugares
por los que ha pasado y en distintos momentos de su peripecia vital.
En
todos los casos son escenarios normales del mundo ordinario que le rodea, en
los que dejó, sus sentimientos impregnando sus estancias y cosas, permaneciendo
en su memoria, como improntas indetectables.
Todo
ello es permanente objeto de su observación e interés, visto desde la
perspectiva de la creación artística. De alguna forma puede afirmarse que el
artista es pintor de la vida, aunque en sus cuadros está con frecuencia ausente
la figura humana.
Ahí
está ese abigarrado parque, repleto de cosas y utensilios para el solaz y el juego
de los infantes. Ahí está esa solitaria sala de espera de aeropuerto, en la que
un maletín permanece a la expectativa de ser embarcado en el avión que se
divisa a lo lejos; o esa otra de un hospital infantil decorado para mitigar la
angustia de los pequeños dolientes que lo frecuentan. Y ahí está, en fin, esa
silente cadena musical, para ser oída por los ojos. Y…
Ahí
están inertes todos ellos, dibujando una soledad melancólica, esperando que nuestros
ojos se posen sobre ellos para que nos hablen, y como dejó escrito Paul Auster,
“de repente se revelen cosas que uno no quiere ver o no quiere saber…porque por
sí mismas las cosas no significan nada…, pero sin embargo nos dicen algo,
siguen allí no como simples objetos, sino como vestigios de pensamientos”, pensamientos del artistas, que
se nos han de revelar por la observación de esas atrayentes formas,
sustanciadas sobre los lienzos.
En
su acercamiento e interpretación de la realidad que le rodea, que él observa
con la emocionada mirada del que descubre el misterio del significado profundo
de unas luces sin sombras, de una
geometría de líneas que tergiversan la lógica de la perspectiva, el artista
hace suya la admonición del pintor romántico, Caspar David Friedrich, cuando proclamó que “el
artista no solo tiene que pintar lo que ve delante de si, sino también lo que
ve dentro de si, Si no ve dentro de si nada, debe dejar también de pintar lo
que ve delante de si”, todo lo cual él sintetiza en uno de los términos de su
ecuación de su dialéctica creativa: el contenido de la obra.
En
cuanto al segundo término de la misma ecuación heurística: la forma, se trata
de imágenes esenciales, luminosas, directas y nítidas, en las que una paleta
intensa de colores puros, aplicados con una pincelada ligera, sirve para
representar los motivos en una particular perspectiva de corte picassiano, que tienen
a la vez concomitancias con el arte pop.
En
efecto, el lenguaje cromático, desarrollado en estas obras, definido por
colores puros, lisos, sin matizaciones ni veladuras, siguen el paradigma
fovista, asignando a cada objeto, no su color natural, sino aquel que el
artista considera que expresa con mayor rigor, en una percepción holística de
la composición, el intuido por su imaginario, dentro del cual diseña el ideal
de la obra, como un total armonioso y contrastado.
“El
color manda y a medida que se progresa en la construcción del cuadro, que a su
vez impone sus propias normas, a las que el pintor se va acomodando, cambiando
el resultado previsto hasta ese momento”, dice Manuel Garcés, al explicar el
proceso creativo de un cuadro, desde la fotografía y la memoria, hasta su
finalización, pasando por el boceto.
Camino
agonal que todo verdadero artista ha de transitar, como el dolor precede al
parto. Y Manuel Gámez es un verdadero pintor. Por sus palabras, pero sobre todo
por sus obras lo conoceréis.
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