
Las obras elegidas para esta exposición,
y el propio formato de la misma, están concebidos para que se produzca un diálogo
conceptual y visual entre ambas obras y, de esta forma, descubrir los vínculos,
que presentan Auguste Rodin (París, 1840 – Meudon, 1917), y el suizo Alberto
Giacometti, (Borgonovo, 1901 – Coira, 1966) y sus respectivas producciones, con
las lógicas divergencias, que provienen de sus fuertes personalidades y de los
cambios conceptuales, que comporta el medio siglo que los aparta al uno del
otro.
No obstante estar separados por ese medio
siglo, autores y obras muestran significativos paralelismos, cuyo nexo esencial
radica en su concepción de la escultura, como expresión directa de emociones.
Sin llegar a la radicalidad absoluta, que
supone la catábasis formal hasta lo abstracto, los procesos creativos de Rodin
y de Giacometti responden a la común aplicación de una economía de la forma, en una acción continuada
de supresión de las mismas, tal y como más tarde enunciara Hans Hoffmann al
decir que “el talento de simplificar significa
eliminar lo innecesario para que así pueda hablar lo necesario”.
Todo lo cual implica inevitablemente una
representación deformada de la realidad contemplada, en búsqueda de una
realidad oculta que ambos se esfuerzan por aflorar y materializar en sus
esculturas.
Es aceptado que Rodin dio paso a la
modernidad, por su capacidad para captar, mediante la expresión y el gesto, las sensaciones, los
sentimientos y las pasiones del humano. Por su parte Giacometti, en sus figuras
frágiles y alargadas, despojadas de todo lo accesorio, plasma la total
complejidad del devenir vital del ser humano.
Es el mismo Giacometti quién, tras su
experimentación cubista y su paso por el surrealismo, en su búsqueda de lo que
él llama ”figuras y cabezas vistas en perspectiva”, va estilizando sus
esculturas en un proceso depurativo, en el que el personal trabajo de la
materia y el modelado se convierten en signo identificativo de su arte.
Aspecto este que, de igual forma, fue sustancial
para Rodin, mostrando un novedoso modelado táctil, enérgico, exuberante e,
incluso, agresivo, que, paradójicamente, es el que confiere a sus obras la
capacidad de expresar la fragilidad del humano, constituyendo esta tactilidad y
expresividad unos de los comunes signos diacríticos identificativos de ambos
creadores.
La exposición se inicia con el grupo
escultórico de Rodin, “Monument des Bourgeois de Calais”, que el escultor planteó
con seis figuras independientes, para
después ensamblarlas, pero manteniendo la identidad de cada personaje, sin
perder la visión holística de la obra, con lo que rompió con la tradición, por
lo fue inicialmente rechazada por la
municipalidad de Calais, que había encargado la obra, la cual posteriormente ha
devenido icónica del hacer del artista.
Giacometti, buen conocedor de esta obra
y de sus significantes formales, plantea sus esculturas grupales, -sus “Plazas”-,
aplicando los conceptos enunciados por Rodin. Estos grupos hablan del interés
del artista suizo por desvelar la paradoja de la soledad del individuo inmerso
en la multitud.
Una de las más importantes
contribuciones de Rodin a la escultura moderna, es la recuperación de trozos de
esculturas separadas por accidente o fallo, para volverlos a incorporar al
proceso creativo hasta colmatar una nueva obra final, otorgándoles un
significado distinto al de la obra a la que pertenecieron. También Giacometti,
en obras como “Tête d`homme” y “Tête de Diego” y otras, confirman esta actitud
del artista hacia el empleo de piezas desechadas, convencido de que los objetos
fragmentados pueden cobrar una nueva vida y una belleza de la que carecerían si
estuvieran en la obra de la que proceden.
Digamos, cerrando estas breves
consideraciones sobre la exposición, que las versiones de “El hombre que
camina”, realizadas por ambos artistas se encuentran entre las piezas más
conocidas y paradigmáticas de la escultura universal, -de las que en la muestra
hay una de cada autor-, que evidencian cuánto Giacometti se inspiró en Rodín, para
trabajar sobre este motivo.
De otra parte son varias las
publicaciones sobre el maestro francés, en las que Giacometti copia en alguna
de sus páginas “L’homme qui marche”, junto a la reproducción de una obra de
Rodin, como si estuviera reflexionando sobre ello, para finalmente terminar
plasmando la idea, así concebida, en su propio trabajo.
Digamos para concluir que, comparado con
el de Rodin, “El hombre que camina” de Giacometti parece frágil y agotado, al
tiempo que el del maestro francés, muestra con gran expresividad el sentimiento
de la fragilidad humana, constituyendo el testimonio más fidedigno de las
coincidencias conceptuales y divergencias formales, que ambos artistas y sus
respectivas estatuarias han dejado como legado y prueba de su genio creador.
BENITO DE DIEGO GONZÁLEZ
Miembro de las Asociaciones
Internacional,
Española y Madrileña de Críticos de Arte
15/02/2020
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