sábado, 5 de febrero de 2011

006.2* CARLOS AQUILINO - Angeles Penche Galería de Arte-Monte Esquinza, 11. Madrid


Nos acercamos de nuevo a esta Galería, en la que Ángeles y Cesar presentan la obra del  madrileño Carlos Aquilino, pintor inicialmente autodidacta, con una ya granada y larga carrera que se extiende a lo largo de los últimos treinta y cinco años.
Nos acercamos de nuevo a esta Galería, en la que Ángeles y Cesar presentan la obra del  madrileño Carlos Aquilino, pintor inicialmente autodidacta, con una ya granada y larga carrera que se extiende a lo largo de los últimos treinta y cinco años.

Si el surrealismo es un “automatismo psíquico puro, mediante el cual se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento real del pensamiento”, como lo definió uno de sus fundadores y mayor teórico del mismo, André Breton, el pintor Carlos Aquilino es sin duda un surrealista.

Cuando me situé frente a la obra de Aquilino, tuve una sensación de cierto vértigo, como aquel que se puede sentir cuando te asomas, desde su pórtico, a una gruta o caverna,  en la que el resbalar del agua ha modelado extrañan figuras y formas, que nos resultan siempre atractivas, aunque nos parezcan en parte aterradoras, o, quizá, por eso mismo.

Inmediatamente me vino a la memoria la pintura de otro pintor autodidacta y  surrealista, a pesar de su rechazo a los convencionalismos creados alrededor de esta vanguardia, me refiero al argentino Benito Quinquela, que fue genial pintor del puerto de Buenos Aires; fundador y “Presidente”de la “Orden del Tornillo” y “Almirante de Tierra y Mar” de la “Segunda República de La Boca” y de otras excentricidades propias de su alma surrealista, pues en ambos late la verdad, lo genuino, lo primigenio y hasta lo infantil, -que no naïf-.

Ambos pintan de memoria, de las impresiones que en su subconsciente han dejado las vivencias tenidas de hechos, actos o visiones que han experimentado y que de una manera casi inconsciente, pero no incontrolada, vuelcan al lienzo.

Otra característica de la pintura de Aquilino, que se da en la de Quinquela, es la aparición en la casi totalidad de sus obras de unas figurillas humanas que se mueven por el lienzo de forma más o menos sigilosa, más o menos numerosa, más o menos evidente, y que otorgan a las pinturas un hálito de misterio. La sensación final a la vista de sus obras es de cierta inquietud y alguna traza de desasosiego; ambas, en todo caso, impresiones gratas, alejadas del rechazo.

Si, como señaló George Bataille, el manierismo es la búsqueda de lo febril, considerando dentro de ese concepto a la pintura surrealista, “cuya obsesión es pintar lo febril”, nos afirmamos en que Carlos Aquilino debe ser considerardo como un surrealista de nuestro tiempo, genuino, no un plagio, como desgraciadamente podemos descubrir en tanto y tanto impostor “neo”.

Vean sus “Paisajes circundados”, esquemáticos escenarios de construcciones imposibles, que desbordan los marcos del cuadro, pintados en el propio lienzo, y en donde entran y salen figuras antropomorfas, como recortables de cartón o contrachapado. Entren a formar parte de sus “Naturalezas”, en donde fantásticas y enormes plantas y flores son habitadas por figurillas humanas, que ayudan a magnificar sus colosales proporciones y salomónicas volutas. Quédense clavados ante los dibujos abigarrados e intrincados, en los que rostros, cosas, casas y palabras, en un “totum revolutum”, muestran de forma evidente ese alma surrealista del pintor.

Desde luego, su obra a nadie va a dejar indiferente.





Si el surrealismo es un “automatismo psíquico puro, mediante el cual se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento real del pensamiento”, como lo definió uno de sus fundadores y mayor teórico del mismo, André Breton, el pintor Carlos Aquilino es sin duda un surrealista.

Cuando me situé frente a la obra de Aquilino, tuve una sensación de cierto vértigo, como aquel que se puede sentir cuando te asomas, desde su pórtico, a una gruta o caverna,  en la que el resbalar del agua ha modelado extrañan figuras y formas, que nos resultan siempre atractivas, aunque nos parezcan en parte aterradoras, o, quizá, por eso mismo.

Inmediatamente me vino a la memoria la pintura de otro pintor autodidacta y  surrealista, a pesar de su rechazo a los convencionalismos creados alrededor de esta vanguardia, me refiero al argentino Benito Quinquela, que fue genial pintor del puerto de Buenos Aires, fundador y “Presidente”de la “Orden del Tornillo” y “Almirante de Tierra y Mar” de la “Segunda República de La Boca” y de otras excentricidades propias de su alma surrealista, pues en ambos late la verdad, lo genuino, lo primigenio y hasta lo infantil, -que no naïf-.

Ambos pintan de memoria, de las impresiones que en su subconsciente han dejado las vivencias tenidas de hechos, actos o visiones que han experimentado y que de una manera casi inconsciente, pero no incontrolada, vuelcan al lienzo.

Otra característica de la pintura de Aquilino, que se da en la de Quinquela, es la aparición en la casi totalidad de sus obras de unas figurillas humanas que se mueven por el lienzo de forma más o menos sigilosa, más o menos numerosa, más o menos evidente, y que otorgan a las pinturas un hálito de misterio. La sensación final a la vista de sus obras es de cierta inquietud y alguna traza de desasosiego; ambas, en todo caso, impresiones gratas, alejadas del rechazo.

Si, como señaló George Bataille, el manierismo es la búsqueda de lo febril, considerando dentro de ese concepto a la pintura surrealista, “cuya obsesión es pintar lo febril”, nos afirmamos en que Carlos Aquilino debe ser considerardo como un surrealista de nuestro tiempo, genuino, no un plagio, como desgraciadamente podemos descubrir en tanto y tanto impostor “neo”.

Vean sus “Paisajes circundados”, esquemáticos escenarios de construcciones imposibles, que desbordan los marcos del cuadro, pintados en el propio lienzo, y en donde entran y salen figuras antropomorfas, como recortables de cartón o contrachapado. Entren a formar parte de sus “Naturalezas”, en donde fantásticas y enormes plantas y flores son habitadas por figurillas humanas, que ayudan a magnificar sus colosales proporciones y salomónicas volutas. Quédense clavados ante los dibujos abigarrados e intrincados, en los que rostros, cosas, casas y palabras, en un “totum revolutum”, muestran de forma evidente ese alma surrealista del pintor.

Desde luego, su obra a nadie va a dejar indiferente.




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