“No
digáis que soy acuarelista. Soy un pintor que pinta con acuarela”, enfatiza
Joaquín Ureña, (Lérida, 1946), reclamando una merecida mayor valoración de la
pintura al agua y de los artistas que la practican, que aquella que se les
concede en los medios artísticos. A esta reivindicación nos adherimos nosotros.
Porque
pintar a la acuarela es uno de los oficios más exigentes que artista alguno
pueda imponerse, ya que requiere el dominio del dibujo, un previo y claro
diseño mental del cuadro a pintar y saber dar pinceladas certeras, sin posible
corrección de la mancha hecha, ya que no es posible el retoque sin dañar
irreparablemente la calidad del cuadro.
Así
pues dominar la técnica de la pintura a la acuarela exige una solercia innata,
que se irá acrecentando y enriqueciendo con la práctica. Se requiere así mismo
una constancia tenaz, basado todo ello en una vocación obstinada, como es el
caso de este artista leridano.
Cuando
se pinta dentro de estas coordenadas los resultados son siempre de una
espectacular frescura y belleza: como fiestas de color, de luz, de movimiento y
vibración.
El
artista en su ya extensa carrera ha practicado esa técnica de la acuarela
suelta, inmediata, en la que importa más la mancha de color que la exactitud
del dibujo que colorea. En donde, de otro lado, importa más la luz, que cualquier
otro elemento compositivo, realizando cuadros de paisajes abiertos y de
personas en distintas actitudes y posturas en grupos variopintos, así como de
las playas de Almería, con su intensa luz que hace entornar los párpados
Pero
en su afán renovador lleva ya unos años presentando en cuadros de gran tamaño
una pintura más estudiada y mensurada, sometida a rigurosas reglas de dibujo y
de la proporción, realizando cuadros de un gran realismo, en los que , en esta
colección, recoge los espacios y rincones en los que se desarrolla su vida
profesional: los lugares, esquinas, recovecos, los libros las lámparas y
recipientes de su estudio.
Aquella
luz cegadora, se ha transmutado en una luz ambiental, que cambia las
tonalidades de los colores según sea su procedencia, pero que estalla en la
albura de paredes, papeles y cualquier objeto blanco que la composición recoja.
Son
escenas de un realismo total, muy bien compuestas y equilibradas, tanto en la
disposición de los objetos, como en los colores y luces que los iluminan. Tal
es la habilidad y esmero con que están pintados estos cuadros, que se llega a
creer, en un primer momento, que se está ante unos cuadros realizados bajo el
paradigma del hiperrealismo fotográfico; impresión que queda desmentida en
cuanto observamos las pinturas con más detenimiento. Es notable esta
circunstancia, pues muestra como el artista trabaja con minuciosidad, pero sin
“cocina” alguna.
Bella
e interesante exposición, con que la galería Ansorena inicia su temporada de
otoño.
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