Se
debe a los artistas florentinos del Renacimiento, (Mantegna, Massaccio,..), el
inicio de la investigación sistemática de la perspectiva, enunciando sus
primeras leyes y normas, que son aplicadas a la pintura.
Posteriormente,
serían Miguel Ángel, Rafael y Leonardo da Vinci, -véase, como ejemplo, el
cuadro de este último, “La Última Cena”-, quienes perfeccionaron estos
conceptos, dando lugar a un paradigma que se mantiene hasta el presente, y que
se basa, esencialmente, en la plasmación de la sensación de profundidad, que
produce la convergencia en un punto de las líneas rectas, que configura la
visión de la arquitectura de un edificio o una estancia.
Desde
entonces, las representaciones de elementos arquitectónicos en las obras
pictóricas es una constante, al aprovechar los pintores sus posibilidades
estéticas y compositivas, cuando así conviene a sus fines artísticos.
Pero
es en las tras-vanguardias del siglo veinte, -estimulado por los hallazgos del
racionalismo y de la Bauhaus-, cuando las representaciones, tanto del paisaje
urbano de la ciudad moderna, como de los espacios interiores, toman una autonomía icónica, como
objetos miméticos y estético independizados.
Desde
los precisionistas norteamericanos Sheeler, Crawford, Hirsch, Bruce, e incluso
Hopper, -fascinados por el crecimiento de la gran ciudad y su dinamismo, cuya
manifestación más arquetípica eran los rascacielos-, hasta los fotorrealistas o
los hiperrealistas, -denominaciones de las que disiento-, tales como Richard
Estes, o el prototípico Antonio López, o, siguiendo en España, Lapayese,
Quintanilla, García Oñate y otros, la arquitectura urbana, los detalles
constructivos y los espacios interiores se han convertido en único motivo de
representación, mediante el cual los artistas investigan los efectos de la luz
sobre los planos, el estudio de las sombras como factor dramático y misterioso,
los reflejos y transparencias, el silencio y la soledad, como contrapunto al ruido
y a la multitud anónima a la que evoca.
Hemos
glosado aquí, con anterioridad, a magníficos representantes de esta corriente
pictórica, recordemos a Philipp Fröhlicn y sus “Miradas Remotas”. En Ansorena
hemos podido contemplar la obra de autores como Carlos Morago y Javier Riaño
con su tenebrismo claroscurista a la moderna, con cierto carácter
cinematográfico a la Mornau.
Encontramos
ahora a Joaquín Millán, (Arganda del Rey, Madrid, 1964), que, (sobre dibujo
preciso y con pincelada suelta, sea en guache, encáustica u óleo, en tamaños
grandes o pequeños), quiere penetrarnos de melancolía, presentando una colección
homogénea y coherente, donde la pintura va más allá de la fotografía, como
etopeya gráfica de la realidad, y la supera, consiguiendo, paradójicamente, el
efecto ilusorio de estar contemplado copias fotográficas tomadas de la realidad.
Realmente notable y sorprendente.
En
los cuadros de Millán encontramos todos los elementos comunes a la actual
pintura arquitectónica, pero en los que, además, el artista mezcla invención imaginativa con
realismo integral, consiguiendo un efecto singular, que dan a sus obras una
personalidad definida.
Sus
espacios vacios e inertes, no misteriosos, pero si inquietantes, son luminosos
debido a la luz natural del día, que los baña de forma difusa y que en
ocasiones se bate en batalla de contraste con la luz artificial que ilumina el
interior de la estancia representada, obteniendo coloraciones confrontadas que
dotan al cuadro de una mayor complejidad cromática.
Hemos
de concluir que, de las pinturas de Joaquín Millán, emana la malinconia, la saudade,
la melancolía.
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