Contemplar
la obra de Manuel Alcorlo, (Madrid, 1935), es un acto placentero, que no supone
el menor esfuerzo, pues cada uno de sus cuadros son como luminosas ventanas
abiertas a la luz y a la belleza, por las que a su través nos llegan al alma, de
forma directa y fluida, los sentimientos que el artista nos transmite en la
plenitud de sus cuadros y aún en cada una de sus pinceladas y líneas.
Dice
el artista:”Mirando lo que pasa y nos pesa, se encuentra el pintor. Cuando
acierta en sus disquisiciones es porque la luz, el color, la forma, el humor,
la ironía, la vena poética se ponen de acuerdo y su reflejo es la obra que
surge, o el intento de ella”, explicando con ello el proceso de concepción y
gestación de sus trabajos.
Por
otra parte, las obras de este enorme artista renacentista están realizadas,
desde un conocimiento del oficio, sobre el que ha investigado en largas horas
de trabajo honesto e intenso, provisto de su natural solercia y un espíritu
penetrante y sensible, para analizar y expresar, no la realidad que ve, sino la
auténtica verdad que descubre en ella y que finalmente plasma en sus cuadros, que
su fecunda mente imagina en tanto disfruta del placer de pintar únicamente lo
que le apetece, según sus propias palabras.
Y
eso se nota, pues sus cuadros transmiten la frescura y la placidez, que brotan
de un alma serena y poética, en la que la mordacidad y la sátira le son
inmanentes, que imprime a los distintos y variopintos mundos que nos describe y
con los que nos emociona.
Amante
de la música y con tales capacidades, Alcorlo puede dotar a sus cuadros de esa armonía y de
ese ritmo que hacen que se sustancien en obras polifónicas, en las que se
distinguen netamente las distintas cuerdas instrumentales, dentro de una
composición formal exacta y equilibrada, o en soliloquios en los que los
timbres del violín interpretan un tempo cadencioso y pleno de equilibrio entre
forma y color, tales como sus apacibles paisajes de Nara o de Kyoto.
Manuel
Alcorlo, (Académico Numerario de la de Bellas Artes de San Fernando, desde
1998), es pintor de su tiempo. Pertenece a esa generación fructífera y fecunda
de la figuración madrileña que nació en la segunda mitad del pasado siglo, que
junto a Alfredo Alcaín, Vicente Vela, Antonio Zarco, Isabel Villar, Santiago
Morato, Pérez Villanta y un etcétera largo, (con algunos de los cuales formó el
grupo de “La Cepa”), interpretan la realidad con ciertos tonos surrealistas y
dentro de un territorio donde lo onírico y lo imaginario desempeñan un cometido
esencial.
Dice
el maestro Alcorlo: “Creo que no es posible entender el mundo, ese entramado
variopinto, sin el hilo conductor del dibujo, él nos lleva por lo infinitos
vaivenes de la forma, por lo detalles más nimios y sus derivaciones, como la
escritura, la grafía musical, nos llevan por todas partes, porque todo está
dibujado”, tal y como el innovador Zézanne vino a proclamar, en su momento
histórico, al buscar algo más allá del impresionismo.
Y es
que Manuel Alcorlo es un dibujante de excepción, (como, por otra parte, casi
todos los de su generación de la Escuela de San Fernando), y su obra como tal y
como grabador constituye un enorme monumento a la sabiduría en el hacer y una
permanente alusión al mundo de la literatura, recreando en sus dibujos y
grabados, de seguros trazo y línea, los diferentes estilos que más se acolan
con las imágenes y escenas que quiere representar, tomando como referencia la
amplia panoplia, siempre ampliable, de los maestros que él elige.
Mas
cuando conjuga línea y color es cuando se completa el círculo pletórico de
magia y de fascinación, entregándonos para nuestro deleite obras a las que no
cabe poner o quitar un ápice de sus contenidos formal y expresivo.
Son
obras redondas, que narran sucesos, actitudes y conceptos, ejecutados por
personajes que son las psiques de los actores de tales acciones y escenas en el
mundo real.
Es
aquí donde y cuando la poesía se encumbra, los sentimientos afloran y la
emoción acelera nuestros latidos.
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