Definitivamente,
el toledano y vocacional Manuel de Gracia, (Mora, 1937), constituye uno
de los últimos pintores españoles representante del genuino post-impresionismo en
la pintura.
Este artista, cree en lo que hace
y, lo que hace, lo hace bien y a su manera, desde que en la colina de Montmartre,
a principio de los sesenta, descubrió a Monet, Pissarro y Seurat y a su
espíritu, cuya genética comparte y de la que obtiene frutos de gran relevancia
y personalidad.
De Gracia se siente seguro y a
gusto abrazado al paradigma post-impresionista y defiende su posición con
asertivilidad, armado de su innata y trabajada solercia, (son más de cien sus
exposiciones individuales, desde que en 1963 hiciera la primera), una
convicción indestructible y una perseverancia pétrea.
Este hoy académico correspondiente
de la Real Academia de las Bellas Artes y de las Ciencias Históricas de Toledo,
es un hombre-pintor hecho a sí mismo.
Nacido donde el Sol fulge hasta
el dolor de la quemadura, estuvo becado en el Sahara, entonces español, y pintó
sus tórridos paisaje bañados por el sol africano; por ello, él mismo lo
confiesa, París, Normandía, Bretaña, Bélgica y Holanda se le hicieron tristes e
insuficientes, pues “echaba de menos los campos de trigo y las amapolas de
España”, el dorado y el rojo imprescindibles hoy en su pintura.
Vuelve a España, con su vocación
ya firme y un bagaje de conocimientos sólido, con el que comienza la ardua tarea
de dar a conocer su obra, que va perfeccionando exposición tras exposición.
Los paisajes de Manuel de Gracia
son ascuas encendidas de luz y de color; son dechados de poesía bordada con
pinceladas sueltas que descomponen la luz en sus infinitos tonos y matices,
(modo pictórico, por cierto, que hoy, mutatis
mutandis, cierta tendencia de jóvenes pintores hiperrealistas emplea, como
si descompusiesen las imágenes en píxeles digitales).
Con toda evidencia, esta
exposición es una ilusión hecha realidad.
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