Nacido en la Alemania de la
anteguerra, Detlef Kappeler, (Stettin, -hoy Szczecin, Polonia-, 1938), es un
pintor alemán, que ha ejercido el magisterio en la Facultad de Arquitectura de Hannover,
y tiene sobre sí una larga carrera artística de más de cincuenta años, siempre
dentro de las artes pláticas.
Desde hace unos años, este teutón
ha elegido a Mugía, -antiguo reino germánico que los suevos asentaron-, en
plena Costa de la Muerte gallega, con sede y taller donde fortalecer su arte,
al amparo de los sonidos del mundo, pero cercano a los sonidos de la mar brava,
que agitan en su alma viejas remembranzas e imágenes, enraizadas en su
atormentada niñez entre bombardeos y huidas, y sentimientos recónditos, que afloran
en contacto con la memoria atávica, aportándole el aliento de la poesía épica.
Tras una etapa en la que
desarrolló una estética pop, siempre en términos de protesta contra las
guerras, pasó a interpretar sus figuras introduciendo un leguaje expresionista
y gestual, que finalmente desembocó en un formalismo entre abstracto y
figurativo, con imágenes que emergen de las masas de color, formando al tiempo
parte de ellas en un fundido irreversible.
Composiciones normalmente basadas
en una línea diagonal, que tensiona la
fuerza del cuadro y en la que se soporta el “dramatis vigor” de la narración de
la idea expresada, dentro de su personal poética. Sus cuadros son explosiones
de color y dibujo, con las que hace denuncia del dolor y de la adversidad que
acechan al humano.
Su pintura forma parte de una
tendencia, que se consolida en esta postmodernidad, en la que, p. e., se pueden
incluir, “mutatis mutandis”, al mejicano Barberá Durán, al español Molina
Montero y al cubano Calos Boix, -de los que ya hemos tenido oportunidad de
hablar-, en cuyas obras el dibujo y el color se combinan en un aparente
entropía, pero que cuentan historias que acontecen en el drama humano, con una
impactante plasticidad, que sacude al espectador, haciéndole salir de su
ensimismamiento.
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