Las
esculturas de Joaquín Esquer, (Madrid, 1966), se disuelven en el aire,
permaneciendo fijas en él, como el trazo de la brasa del tizón movido en la
obscuridad buscando la fascinación del delusorio dibujo, o como la cinta que
delinea etéreos rizos y espirales agitada por las manos de la grácil gimnasta, o
la secuencia de bucles que, recogidos en tirabuzones, adornan el peinado y la
cara de la mujer que los luce.
Otras
veces, interpretan objetos que mimetizan al bonsái japonés o cualquier otro
elemento figurativo que el artista va descubriendo en su quehacer creador,
pues, como él mismo explica “cada pieza revela un trabajo concreto y una
experiencia distinta”, en un proceso heurístico e irrepetible, que hace que
cada escultura suya sea obra original y única.
Haciendo
un esfuerzo de reducción conceptual, podríamos situar la obra de este escultor
dentro del territorio del abstracto. Pero de inmediato habremos de matizar, que
sus obras no se limitan a ser una exaltación unívoca de la forma, el volumen y
el espacio; no son solamente expresión formal de equilibrio eurítmico y físico,
de la armonía entre luces y sombras y, en su caso, del color, sino que también se
caracterizan por el poder evocador, que cada pieza posee.
Y
es que, las esculturas de este artista tienen la virtualidad de provocar
sensaciones, que impactan a los distintos observadores con diferentes
emociones, según sus personales disposiciones preceptivas. Las obras de Joaquín
Esquer hacen pensar.
Su
obra, de otra parte, es genuina y presenta una homogeneidad formal muy
consistente. Así como Martín Chirino se movió alrededor de la espiral, como
leitmotiv, o Aitor Urdangarín garabatea en el aire con gruesos filamentos de
acero inoxidable, Joaquín Esquer emplea el hierro, como materia moldeable en la
forja, para transmitir a sus obras una gran fuerza, con lo que, al añadir
tensión y movimiento, consigue que, a pesar de su dureza y frialdad, se
traslade al espectador una sensación de ligereza y, a la vez, de rotundidad,
según sus propias palabras.
El
mismo Esquer confiesa que su obra procede de un arduo, largo y ordenado trabajo
en orden a definir con claridad lo que se hace, buscando cada vez más lo que se
quiere hacer.
Y
eso se nota en el acabado de las piezas, las que, a pesar de lo pesado del
material empleado, presentan una ligereza visual, que procede del sutil juego
de líneas y espacios, que el artista gestiona de forma sobresaliente.
Las
esculturas de Joaquín Esquer, (Madrid, 1966), se disuelven en el aire,
permaneciendo fijas en él, como el trazo de la brasa del tizón movido en la
obscuridad buscando la fascinación del delusorio dibujo, o como la cinta que
delinea etéreos rizos y espirales agitada por las manos de la grácil gimnasta, o
la secuencia de bucles que, recogidos en tirabuzones, adornan el peinado y la
cara de la mujer que los luce.
Otras
veces, interpretan objetos que mimetizan al bonsái japonés o cualquier otro
elemento figurativo que el artista va descubriendo en su quehacer creador,
pues, como él mismo explica “cada pieza revela un trabajo concreto y una
experiencia distinta”, en un proceso heurístico e irrepetible, que hace que
cada escultura suya sea obra original y única.
Haciendo
un esfuerzo de reducción conceptual, podríamos situar la obra de este escultor
dentro del territorio del abstracto. Pero de inmediato habremos de matizar, que
sus obras no se limitan a ser una exaltación unívoca de la forma, el volumen y
el espacio; no son solamente expresión formal de equilibrio eurítmico y físico,
de la armonía entre luces y sombras y, en su caso, del color, sino que también se
caracterizan por el poder evocador, que cada pieza posee.
Y
es que, las esculturas de este artista tienen la virtualidad de provocar
sensaciones, que impactan a los distintos observadores con diferentes
emociones, según sus personales disposiciones preceptivas. Las obras de Joaquín
Esquer hacen pensar.
Su
obra, de otra parte, es genuina y presenta una homogeneidad formal muy
consistente. Así como Martín Chirino se movió alrededor de la espiral, como
leitmotiv, o Aitor Urdangarín garabatea en el aire con gruesos filamentos de
acero inoxidable, Joaquín Esquer emplea el hierro, como materia moldeable en la
forja, para transmitir a sus obras una gran fuerza, con lo que, al añadir
tensión y movimiento, consigue que, a pesar de su dureza y frialdad, se
traslade al espectador una sensación de ligereza y, a la vez, de rotundidad,
según sus propias palabras.
El
mismo Esquer confiesa que su obra procede de un arduo, largo y ordenado trabajo
en orden a definir con claridad lo que se hace, buscando cada vez más lo que se
quiere hacer.
Y
eso se nota en el acabado de las piezas, las que, a pesar de lo pesado del
material empleado, presentan una ligereza visual, que procede del sutil juego
de líneas y espacios, que el artista gestiona de forma sobresaliente.
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