Cuando
en 2003, el Ministerio de Educación y Cultura concedió el Premio Nacional de
Artes Plásticas a Alfredo Alcain, (Madrid, 1936), el jurado lo motivó, como
reconocimiento a “su actividad como pintor que ha sabido conciliar geometría y
lirismo, desde principios de los años ochenta hasta la actualidad, y que le ha
confirmado, como una de las voces más solida y singulares de la pintura
abstracta internacional”, basado sin duda en la obra con la que en este artista
comenzaba un nuevo ciclo, y que culmina en la que se recoge en esta exposición.
Alcain,
sin embrago, aparece, en la casi totalidad de las monografías, diccionarios y
catálogos que han girado alrededor de su personalidad artística, etiquetado
como artista adscrito al Pop Art, si bien, como él mismo reconoce, aunque le
incluyeron en esta corriente él ” nunca estuvo dentro del todo”.
Y
en efecto, así es, pues si en las décadas de los sesenta y setenta, inmerso en
la renovada figuración madrileña, que en él se naturaliza en un realismo
detallista del paisaje urbano popular y decadente, que de alguna manera
participa del espíritu pop, cabe decir que, sin embargo, se aleja del genuino pop
art anglosajón, en cuanto éste fijaba su mirada crítica en las sociedades
avanzadas, teledirigidas por la publicidad y monitorizadas por el afán
consumista. Dicho de otra manera, lo de Alcaín era lo castizo, lo del Pop era
lo nuevo, lo esnob.
En
la década de los ochenta, el núcleo de su pintura discurre representando
variantes del “frutero” de Cézanne. Ahora la experimentación se centra en
volver, en un ritornelo obstinado, sobre la misma imagen del bodegón cezariano:
en detalle o en formato expresionista, mediante tratamientos gráficos o
variantes cromáticas.
Dibujo
y color se van estilizando y, ya en los noventa aparecen obras con un lenguaje
formal claramente cubista, llegándose, en los años finales del decenio a que dibujo
y color se disocian en su pintura, de forma tal que la trama de líneas
construye el dibujo, dentro del cual el color se difunde mono-tonal en las
grandes superficies delimitadas por la geometría del dibujo o se divide en
bloque tonales diferenciados en todas las posibles combinaciones.
Al
entrar en el nuevo milenio, “poco a poco la figuración desaparece y a partir de
entonces se va desarrollando una estética de líneas y manchas, que llega hasta
ahora mismo”, como explica el propio artista.
Es,
en efecto, esta concepción de su pintura la que ha venido desarrollando en su
heurística personal desde 2012. Ya sólo existen líneas y manchas, intrincadas
redes fractales, dentro de un horror vacui que no deja nada de la superficie
pictórica sin cubrir.
Y
como dice el catálogo de la exposición, “esta tendencia (del artista) a lo
formal y abstracto, más que situar su obra en la corriente de la clásica
abstracción geométrica, la convierte en un sistema sencillo y desenfadado que
le permite expresarse y llegar a pintar la pintura, sin rastro visible de lo
que no sea el simple hecho de pintar”.
Lo
cual, desde nuestro humilde punto de vista, no es totalmente cierto, pero si en
gran medida, puesto que el prístino Alcain figurativo aparece en ocasiones,
incluyendo en las composiciones, “cositas de la vida”, como él las titula y que
son figuras de animales, arboles, letras, tijeras, muelles, y un cuasi infinito
número de objetos, animados o inanimados, perfectamente delimitados e
integrados en la diégesis formal del cuadro, mostrando cierta muy lejana
similitud a determinadas muestras del arte minoico y egipcio.
Así
pues, aquel jurado del Premio Nacional de Artes Plásticas, acertó, sin duda,
cuando al concedérselo realizó un acto premonitorio y clarividente.
Terminemos.
Esta colección es la expresión del grito del color, que retumba en todas sus
tonalidades y armónicos, componiendo unas muy ricas y bellas melodías
cromáticas, siempre plenas de un
emocionante lirismo.
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