Tan
pronto se traspasa la entrada, el ánimo del visitante queda prendido e
impresionado, desde que posa sus ojos sobre el gran cuadro, -frente por
frente-, que es una ventana volcada a lo más profundo e intrincado de la selva,
a la “floresta encantada”, que es como los brasileños denominan a esta
fascinante parte de la Amazonia caribeña, según explica Eduardo Marco, (Porto
Alegre, Brasil, 1979), artista que ha encontrado en la fotografía la técnica más
adecuada a sus talentos y ansias creativas de expresión plástica.
Viajero,
que ha hecho de la aventura un modo de exprimir su vida y los atributos de los lugares donde, un tanto
el azar y otro tanto su necesidad instintiva de emoción y lirismo le dirigen,
para plasmar la esencia, el espíritu primigenio que en todo lugar, natural u
obra del humano, existe cuando, ausente el hombre, se participa de la soledad y
de su consecuente, el silencio.
Las
fotografías de este artista, sus cuadros, se enmarcan en un naturalismo
esencial, que está más acá del pictorialismo elaborado, de un Albert Watson, un
Michael Thompson o un Nick Kight, - con los que trabajó-, pero más allá del
testimonialismo directo e inmediato.
En
efecto, Eduardo Marco sabe recoger la poesía que de la escena emana. Sabe
plasmar la belleza, los colores y los grises y las líneas rectas, curvas o
fractales, en composiciones armoniosas,
cadenciosas o basadas en una entropía formal, ordenada por él, mediante la
sabia pertinencia del encuadre y de la
luz captada en el momento del disparo del obturador fotográfico.
El
artista visitó Estambul y se introdujo por viejos y ruinosos barrios enfermos
del mal de la devastación que provoca su abandono por parte de las familias que
en su día lo habitaron. Casas vacías, con ventanas y galerías que encuadran
paisajes urbanos de paredes, tejados y chimeneas, que son la expresión de la
ruina inevitable y de la desolación.
Imágenes
hurtadas, sustraídas mediante el “robo con allanamiento de morada”, aunque eran
“casas vacías, pero llenas de luz y recuerdos y ausencia”, según el propio
autor, que expresa aquí su necesidad imperativa de captar el lirismo y la emoción
que provoca la ausencia del ser humano, quizá por aquello que James Joyce
proclamó, diciendo que “la ausencia es la mayor forma de la presencia”.
Imágenes,
todas ellas, que logran ensimismarnos al tiempo de su contemplación,
trayéndonos sensaciones primigenias, enraizadas en el dualismo de los opuestos.
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