Entonces, no sólo interpreta el
fragmento de realidad que observa, sino que simultáneamente con ello se reta
para aclarar el por qué de las cosas y cómo hacer para recoger su esencia
expresiva, ya sea de ese vidrio, ya sea de esa planta en flor sobre la alacena
o de ese jardín contemplado desde la ventana.
Es la pintura que reconoce la
realidad viva, la exaltación del instante, -el “monumento al momento” del que
Rosseti habló y recogió Francisco Umbral, glosando a Grau Santos-, que jamás
tiene réplica, pues tanto el discurrir del tiempo, como la luz cambiante, al
igual que la siempre distinta mirada del hombre, hacen irrepetible.
Como si la luz que ilumina la
escena y sus objetos se hubiera proyectado refractada sobre el lienzo en un haz
de colores separados, son sus cuadros un saturnal cromático, en gamas
diametralmente opuestas, con las que los fauvistas replicaron al impresionismo
primigenio: Son tonos suaves, nada agresivos, propicios para poner serenidad a
los excesos orgiásticos del conjunto.
Se ordena así le escena en
distintos compases, ora en arpegio, ora en plaqué, ora en escalas de glisando,
salidas de los pinceles guiados por las manos de este arpista de la luz
deshilachada.
Grau Santos descubre y nos
manifiesta la totalidad del universo cromático y el secreto de la composición
formal, expresada en breves, casi delusorias líneas maestras, que completa con
sutiles y breves golpes de color, con que define la flor, el vaso, el libro,… y
la totalidad de figuras capturadas en la escena. En cierta medida, sus cuadros producen
en el observador parecida sensación a la que el puntillismo perseguía, pero sin
que, ni mucho menos, puedan incluirse dentro de este sub-estilo del
impresionismo.
Obra de un artista reconocible y justamente reconocido,
que, fiel a sus convicciones, ha puesto su talento y solercia, al servicio del
arte que discurre por el hilo de la tradición, pero aportando su impronta
personal, inmersa en el imponderable e inconmensurable universo de la belleza.
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