Al
tratar de hacer visible y plástico lo invisible, el artista postmoderno se
encuentra en sendas encrucijadas, tanto metafísica como práctica, sometido a un
sinfín de dudas que le condicionan psicológicamente, viéndose obligado a emplear
al máximo todas sus capacidades de resiliencia, convicción y aptitud
visionaria.
Porque
tras la “muerte del arte”, en la post-vanguardia, el arte, en cada artista,
renace ahora de sus propias cenizas, en alumbramientos que encauzan, por distintos canales, las experiencias
anteriores, las represan después y, con energía renovada, las dejan salir mixturadas por los portones de
su creatividad, pero siempre acosados por la sospecha de plagio o de remedo y
el inevitable encuentro con la
paronomasia estilística.
Encontrar
nuevas formas expresivas en el territorio del informalismo abstracto, presupone,
de una parte, tener un muy amplio conocimiento de lo mucho que ya ha sido dicho
por los creadores precedentes; de otra, estar dotado de una inteligencia
suficiente, que permita allanar temores y, por último, poseer una gran solercia
natural y una capacitación notables para el ejercicio de las artes.
Que
las mentes del humano son tributarias de lo visible, audible y tangible, y más
hoy cuando desde la cuna a la sepultura la humanidad urbanita está sometida a
la esclavitud del audiovisual, es algo irrefutable. Por lo que el acto creativo
del artista estará notablemente influido por sus vivencias, físicas y
emocionales, en las que pastarán las ideas a las que su imaginación dé vida.
Posteriormente y en acto consciente y volitivo el artista las materializará en
su obra plástica y sensible.
Todo
lo dicho acola con una descripción de la actitud creadora de Annabel Andrews ante
el hecho artístico: Con formación académica, estudiosa e impulsada por una irresistible vocación
artística decide aceptar el reto que su inquietud intelectual le propone.
Como
re-descubridora del color, ha seguido la senda de la destrucción de la forma dibujada,
concretando su pintura en manchas que excluyen al trazo, expresiones que inicialmente
fueron exploradas por Mondrian, I.Klein, Rothko y J.Albers, pero basando Andrews
sus creaciones en la visión y experiencia directas del paisaje natural que la
circunda desde comienzos de los noventa, en que fijó su residencia en San
Lorenzo de El Escorial e impresionada por el entorno rural y amando profundamente
la naturaleza volvió a pintar paisajes coloristas interpretados a través de sus
sentimientos personales y remodelados por la memoria visual, según las propias
palabras de la artista.
Percibe
las formas en el paisaje, como si fueran entidades globales que mimetiza en el
lienzo “creando ritmos y composiciones, empleando formas aleatorias, para
construir ecos del mundo natural”, según la artista manifiesta. El resultado
final es una colección homogénea y coherente, interesante desde el punto de vista
artístico, que nos introduce en un mundo de emociones, fundiendo lo imaginario y lo real en el cuadro.
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