Sin
asumir la premisa de que Margarita Gámez, (Madrid, 1962), desarrolla su arte en
el territorio de la idea, de la imaginación, del intelecto, en fin, difícilmente
el espectador de su obra podrá alcanzar el preciso episteme interpretativo de
los valores y esencialidades de la pintura de esta singular artista, pues para
ello hay que situarse en el ámbito de la intuición.
Y
es que sus creaciones, de una parte, surgen de quien, como ella, afronta el
peligro de ir hasta el extremo insuperable de la experiencia, tal y como Rainer
María Rilke predicó de las condiciones que hacen posible la aparición de la
obra de arte.
De
otra parte, sus creaciones muestran aquello que el hombre querría y debería
ver, no aquello que ve de forma objetiva con sus ojos, que según el poeta
Herman Bahr, citando a Goethe, el artista debe pretender con sus obras, que
son, así, la manifestación de su espíritu, conforme Kandinsky exponía en su
escrito “Sobre lo espiritual en el arte”.
Los
pinceles de Margarita Gámez, dibujan y pintan, guiados por la ironía, la
esencia de las personas y la sustancia de las cosas. Un mundo en donde la
mujer, o por mejor decir la esencialidad femenina, se manifiesta, acompañada de
“personajes absurdos,” o “personajes insignificantes”. Y simples rostros de
mujer en donde, a veces, aparecen los esquinazos tridimensionales del post-cubismo
picassiano, que provocan y evocan al espectador.
Son
como era el retrato de Dorian Gray, pero transmutado. Con un hálito de simplismo
ingenuo y bonachón, que transforma el terrorífico gesto de la maldad y del
horror, en algo donde la ternura aflora.
Son
como la contra-cara, como la impronta irónica y mordaz, pero burlona, del sarcasmo cruel de las solanescas máscaras
y de los retratos de sus chulos y chulas, transformados ahora en sustancia
simbólica de las figuras insólitas, imbricadas en la naturaleza corrosiva de
los caprichos goyescos.
Manejadora
de una paleta de colores puros y luminosos, logra someterlos, sin que, por ello,
desaparezcan, mediante un proceso casi taumatúrgico de veladuras secas, hasta
obtener, y no por serendipia, una tonalidad global de grises, propicia para dar
a sus composiciones el aire mistérico que reclaman. Queda así el cuadro
manchado de emociones.
Composiciones
que requieren una mirada holística para la asunción de lo que son el combinado
de dibujos desdibujados y pervertidos, colores sobrepuestos a otros que desde
la profundidad del lienzo en que yacen, exigen e imponen su presencia, en un
totum revolutum, que construye el oxímoron de un armonioso caos, en la que
entropía es controlada en una composición descompuesta.
En
sus cuadros, los dibujos y los colores se organizan en torno a una tensión no
explícita, hay en todo el espacio plástico un trabajo minucioso y premeditado.
No hay improvisación, ni serendipia y sí un divisionismo cromático, en el que
las veladuras propician un efecto óptico, que imprimen a las composiciones un
halo mistérico y a la artista un carácter de hierofante ejerciendo su
ministerio.
En
esta “Parodia del amor romántico”, los cuadros que la completan, son metáforas
y parábolas de los aconteceres vitales de las personas: Aquí se puede ver a
tres mirones en sigicia, que observan alelados los encantos, ciertos o imaginados,
de la fémina que soporta, ¿o quizá goza?, el asedio. Allí, a la pareja
enamorada que va sobre ruedas, porque su
amor marcha de forma fluida, (o ¿quizá porque la monotonía de una vida en común
desencantada les hace rodar por los carriles del tedio y de la monotonía?). Y
allá, ¿qué nos dice el gran saltamontes (o langosta), que acompaña al “sujeto
femenino con personaje insignificante”?.. Tantas y tantas sugestiones y
sugerencias. Tantos significados y simbolismos por atisbar y descubrir en la
fácil contemplación de una pintura sólida y evocadora. Con una estética
atrayente y gratificante al más exigente gusto estético.
BENITO
DE DIEGO GONZÁLEZ
Miembro
de las Asociaciones Madrileña,
Española
e Internacional de Críticos de Arte
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