“Arte
como estilo de vida” este es el lema de
Robert
Pérez Palou nacido, (1948), en Linyola, Lleida, España,- como a él le gusta
expresarlo-, en el seno de una familia de payeses agricultores. Se le educó para
ser también uno de ellos, a pesar de las muestras que daba de su talento
artístico, ya desde temprana edad.
Vocación que emanaba de su naturaleza y
genio y que finalmente se impuso, impulsada por una voluntad inquebrantable,
que le sitúan en el categoría de los humanos que tienen habilidades constitutivas
de la “téchne mimetiqué”, que implica -si se sigue la clasificación de la
Grecia clásica-, saber o tener destreza para producir imágenes plásticas que
imitan la naturaleza.
Así, sin acceso a educación artística en
escuela o taller alguno, Robert Pérez aprendió y desarrolló su técnica como
autodidacta.
Su obra
evidencia la minuciosidad del artesano, que partiendo de una solercia innata va
perfeccionando el oficio, hasta hacerlo arte, a través del recorrido de un
trabajoso camino agonal, que el artista, (así lo confiesa él mismo), recorre
gozoso y feliz, en el que cada día es un nuevo amanecer para aplicar lo hasta
entonces aprendido y para el descubrimiento emocionado de nuevas técnicas con
que mejorar su obra, como él dice, “en mi estudio, creando nuevos retratos a diario,
jugando con los trazos, sombras y la luz, sintiéndome feliz en mi día a día”.
Su obra presenta
un virtuosismo pegado a la veta española del realismo de un Antonio López, o de
un Eduardo Naranjo, con una concepción particular del retrato, utilizando prácticamente en exclusiva la técnica del
pastel, la cual ha llegado a dominar, para realizar obras en las que el detalle
las valoriza y las dota de gran verismo, por lo que no se duda en clasificarle
entre los artistas fotorrealistas, como pueden ser los norteamericanos Chuck
Close o Charles Bell o los españoles Bernardo Torrens y José Miguel Palacio,
pongamos por ejemplos.
Como dice su
biografía, “en
1988 empezó a pintar profesionalmente y en 1995 abandonó definitivamente las
actividades agrícolas para dedicarse por completo a la pintura. Desde entonces
ha participado en múltiples exposiciones, incluyendo París, Nueva York, Los Ángeles, Dubái, Japón y Madrid”.
En cuanto a su pintura, dice Ruiz
Berrio, comisaria de la muestra:“Tiene una facilidad asombrosa para dibujar,…,
e imprime alma a la persona retratada. El lápiz se desliza entre sus dedos y
sobre el papel con tal maestría, que en poco tiempo tiene hecho el boceto del
retrato. Luego lo va trabajando poco a poco y consigue dejar un acabado
perfecto, con un parecido asombroso,… Sobre todo les da vida, los ojos hablan,
sus miradas son penetrantes unas veces, otras dulces, las sonrisas de los niños
y sus tristezas… Están tan bien expresadas que parece vayas a hablar con
ellos”.
Al artista le gusta trabajar en gran formato
y en primer plano, pues según dice “es en este plano donde se concentra la máxima capacidad expresiva, y
los gestos se intensifican por la distancia mínima que existe entre la cámara y
el protagonista, permitiendo enfatizar el detalle que deseamos resaltar”.
Gusta, asimismo, de hacer retratos a niños, lo que él llama
retratos infantiles, pues considera que “no hay nada más dulce y sincero que el
rostro, la mirada y la expresión de un niño siendo tan entrañable y a la vez
tan pasajero que uno desearía inmortalizarlo para siempre”.
Hace retratos étnicos, mimetizando “rostros
de personas diversas de pueblos diferentes, con infinidad de rasgos de
expresión a destacar, que nos transmiten su pasado con solo una mirada y un
gesto”.
En fin se explaya con los por él
llamados retratos familiares, pues entiende que “recordar la compañía de una buena
amistad, de un amor o la unión incondicional de una familia es esencial en
muchas ocasiones para sentirnos vivos”.
Hablamos, en fin, de una exposición
hecha de emociones que trasmite al que la contempla.
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