Dos principios, de los enunciados
por Josef Albert, se encarnan en la compleja ejecutoria de la escultora Aurora
Cañero, (Madrid, 1940): aquel que predica que el artista, en su acción creadora,
debe actuar de forma tal que logre los máximos efectos con el empleo de los
mínimos medios plásticos y aquel otro, por el que las obras de arte deben expresar
y producir emociones, como fin teleológico de su ser, principio, por otra
parte, hoy universalmente aceptado.
En efecto, sus esculturas son
icásticas, exentas de toda hipérbole decorativa, logradas mediante un acurado
proceso de ejecución, cuyo resultado alcanza la belleza de lo bien hecho, que
va directo desde la captada vista del observador, pasando por su sentido del
gusto, al sentimiento, que goza con la poética que procede de su estudiada simplificación
formal.
Es, la de Aurora Cañero, una
escultura que mana de un concreto acervo intelectual y cognoscitivo, acumulado
por la artista tras arduo y normativo periodo de formación en la Escuela
Superior de Bellas Artes de San Fernando madrileña y en el desarrollo de su
cátedra de modelado, en la prestigiosa Escuela de Cerámica de la Moncloa.
Pertenece a una generación de artistas que nacieron y
desarrollaron su arte en el segundo tercio del pasado siglo, -muchos de ellos siguen
aún activos para el arte-, formando lo que se ha venido en llamar el “realismo
madrileño” ,con los hermanos Julio y Francisco López Hernández, Francisco Aparicio y otros, en los que se revelaba una poética compartida, una visión de lo
cotidiano, de los objetos y los espacios familiares, impregnada de misterio y melarquía.
La escultura de Cañero procede del universo de de las ideas
platónicas, pues que su simplificación formal la eleva a la categoría de lo
permanente y la habilita para desafiar al paso del tiempo y a las presiones
modales, más o menos institucionalizadas.
Sus figuras, que se apoyan siempre
sobre pedestales de distintas formas, como parte integrante de la iconografía
global de la obra, por sí solas constituyen escenas cargadas de un intenso contenido metafísico y conceptual, que se materializa
en formas de cuerpos escuetos, concisos, sintéticos y dotados de una inexpresión,
similar en su indefinición, a la que presenta la hierática e impasible estatuaria del Egipto faraónico.
Todos estos elementos,
constitutivos de las esculturas de la artista, dotan a cada una de ellas del carácter
misterioso y arcano del tótem y del betilo, lo que, más allá de sus calidades y
cualidades formales, son el más sólido argumento para su aceptación.
BENITO DE DIEGO GONZÁLEZ
Miembro de las Asociaciones
Internacional,
Española y Madrileña de Críticos
de Arte
10/12/2018
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