En los cuadros de Xavier Rodés,
(Barcelona, 1971), destaca como elemento diacrítico la vibración: En ellos
vibra la luz y con ella el color, vibran los reflejos y las sombras, vibran, -¿o
acaso se mueven?-, las lenes olas que plácidamente vienen a morir a esta orilla,
en donde el pintor clavó su caballete; vibra la soledad, -pero no triste-, y vibra
digamos el silencio, -o como mucho la tenue brisa-, que la envuelve.
Grafismo, luz y una riquísima
paleta, que desarrolla toda la gama de colores imaginables, que el artista
maneja en acabadas y muy cuidadas composiciones, de enorme plasticidad, en los
que la exacerbación de la verticalidad de muros, postes y duques-de-alba, viene
atemperada por la placidez que aporta el abatimiento de tejados, pantalanes,
vallas y líneas de horizonte, componiendo conjuntos de enorme entonación
rítmica y de gran belleza, buscada y conseguida.
La pintura de Xavier Rodés apela
directamente al espíritu, al que mueve por las emociones, pues en sus
composiciones el artista omite o acentúa los detalles y consigue plasmar y
transmitir el verdadero significado de la realidad observada y trasladada al
lienzo, cumpliendo así la exigencia que la pintora Georgina O’Keeffe imponía al
realismo pictórico.
Porque lo importante no es la
descripción realista de la realidad en todas sus particularidades, “sino la
representación de lo “esencial”, teniendo a la realidad concreta aceptada como
punto de partida”, según señala Kerstin Streemmel, en su ensayo sobre el
realismo en la pintura. Y esto lo consigue este artista.
Este pintor, de técnica muy
depurada, sincretiza en sus cuadros cuanto hasta el presente se ha avanzado en
la figuración realista, ahora bien cada cuadro es una exégesis personalísima de
la realidad que observa. Sus cuadros son perfectamente distinguibles y
diferenciados.
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