lunes, 20 de abril de 2020

216.03* ZULOAGA . UNA VISIÓN DE SU FIGURA




Ignacio Zuloaga, (1870, Éibar, España – 1945 Madrid, España), nació y creció en una familia de tradición y oficio artístico: Su abuelo paterno, Eusebio, fue un reconocido armero y artesano del damasquinado, actividad que perfeccionó su padre, Placido, con la que alcanzó un gran renombre internacional.


Zuloaga se instaló en Madrid en 1885 y entre ese año y 1887 copia a los maestros de la pintura española, expuestos en el Museo del Prado y con 17 años presenta obra en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Dos años después, en 1889, viaja a Roma, sede del arte clásico, para completar su formación, como era tradición, pero, desilusionado por esta experiencia académica, a los pocos meses, decide viajar a París, ya sede y foco mundial del arte moderno.

La obra que el eibarrés en gran parte desarrolla en el París de cambio de siglo, presenta una total sintonía con la modernidad que revoluciona el mundo de la pintura, en aquel ambiente post-impresionista, en el que el artista se sumerge. Es tan así que, tanto por su temática, como por su estilo formal se encuentra perfectamente encastrado en el mundo moderno, del que París es su epítome por aquellos tiempos.

Fue en aquel París vibrante y dinámico, vórtice de los movimientos progresistas del arte y de la literatura, en el que Zuloaga brilló con luz propia,  reconocible y reconocida, junto a los mejores pintores del momento, tanto españoles, como franceses y de otras nacionalidades, que mostraban gran interés por la temática de lo español,  si bien, visto como algo atávico, exótico e inmutable.

A su llegada a Paris, Zuloaga se encuentra, entre otros, con Santiago Rusiñol, Isidro Nonell, Hermenegildo Anglada-Camarasa, Joaquín Sunyer y al joven Picasso. Asiste a la academia de Henri Gervex, -gran admirador de Édouard Manet-, a la que también acude el retratista de Marcel Proust, Jacques-Émile Blanch. Parece que allí entró en contacto con Edgar Degas, del que dijo: “Siento por este hombre la admiración más profunda. Es el más grande artista de nuestra época”. De Degas, Zuloaga toma su sentido del movimiento y del espacio.

En 1892 viaja a Andalucía, a donde volverá en 1895 para una estancia más prolongada en Alcalá  de Guadaira y en Sevilla, en donde se encuentra con una sociedad de costumbres y valores muy distintos a la parisina y que los viajeros románticos encontraron exóticos y los escritores y pintores españoles venían describiendo en sus narraciones y cuadros.

Zuloaga no es ajeno a esta tradición y así pinta cuadros que suscitan gran polémica en una España que con el golpe del 98, descubre su decadencia en lo social y su atraso en lo cultural Es el caso de la obra “Víspera de la corrida”, que es rechazada para participar en la Exposición Universal del París de 1900, por entender el jurado de selección que perpetuaba la imagen de una Españas anticuada y estereotipada, lo cual provoca gran indignación entre la crítica avanzada. Sin embargo, no hay nada que objetar a la obra presentada por Sorolla que cosecha grandes éxitos, sin duda alguna, merecidos.

En parte, esta situación vendría explicada  por lo que Auguste Rodin, que mantuvo gran amistad con Zuloaga, escribió en 1932: “Estuve, hace años, en España con ese pintor, que era el mejor de los españoles (…) y no le querían, en España no le querían”, posiblemente por no ser entendida su modernidad que quedaba muy velada por lo castizo  y tradicional de sus motivos y composiciones, ya que la obra de Ignacio Zuloaga se desarrolló a caballo de dos culturas: la española y la francesa, pues llega a París por primera vez a finales de 1889.y allí vivirá, intermitentemente, durante más de veinticinco años
Entre 1892 y 1893, Zuloaga asiste a la academia donde Gervex, Eugène Carriere y Puvis de Chavannes enseñan. Allí el pintor vasco entra en contacto con Louis Anquetin, Henri Tolouse´Lautrec, Jacques-Émile Blanch, Maxime Dethomas, -su futuro cuñado-, Maurice Bárres y conoce a Paul Gauguin. Con estas relaciones e, inicialmente, mediando Paco Durio, expone en Le Barc de Boutteville, en donde coincide con Gauguin, pues allí exponen los simbolistas y Nabís, como Denis, Vuillard, Serusier, Bonnard, Tolouse-Lautrec o el cloisionista Ëmile Bernard,-pintor próximo Gaugin-, con el que estableció una sólida amistad, cuando este fue a visitarle en Sevilla en 1897, pues ambos coincidían en muchos aspectos de la concepción de la pintura y sentían gran veneración por los grandes maestros como el Greco, Velázquez, Zurbarán, Tiziano y Goya.

Puede así entenderse  que el pintor eibarrés aunque nunca fuera simbolista, en el sentido estricto del término, participó e hizo uso, en la construcción de su propio y reconocible estilo, de algunos de los planteamientos estéticos de este grupo, como la unión de forma y contenido y la búsqueda de una señalada espiritualidad en su pintura.

Zuloaga nunca olvidó lo que aprendió de estos artistas, cuya huella siempre estuvo presente en sus composiciones y en los fondos de sus paisajes, aunque el guipuzcoano solía utilizar una paleta más sombría, y como ellos buscando siempre ir más allá de la icástica impresión.

En aquel París finisecular, así como en Londres y las grandes capitales europeas y americanas, hablamos de Madrid y Barcelona en lo referido a España, el retrato conoció un enorme desarrollo, pues vino a ser un modo de afirmación social de la nueva y creciente clase social en alza, la burguesía, que descubre en el retrato del procer triunfador, además de un instrumento de promoción social, un medio de inversión crematística, por lo que se busca a los artistas en la cúspide del arte y mejor cotizados, aceptando el consiguiente elevado sobre coste de la inversión.

En este campo de la pintura Zuloaga ocupa un lugar de privilegio entre los retratistas de su época junto a Boldini, John Singer Sargent, Whistler, Blanche, de la Gandara y Juan de Echevarría junto al que realizó la más amplia galería iconográfica de los protagonistas de la Generación del 98.

Zuloaga aunaba en sus retratos verismo y simbolismo, dando profundidad sicológica a la obra como es el caso del retrato de la condesa Mathieu de Noailles, del que quedó la dama plenamente satisfecha, no así del que Rodin le había hecho en 1906. Como era habitual en los retratos del guipuzcoano, añadió una especie de telón de fondo, que acentuaba el carácter escenográfico de la composición y dispuso una serie de elementos, que reflejan el ambiente decadente y simbolista del momento.

La obra de Zuloaga ha sido relacionada con la España negra, lo que tiene su génesis en la severidad de la pintura del Siglo de Oro y los tópicos velazqueños de mendigos, enanos y marginados que Zuloaga lleva a sus cuadros.

Esta visión es descrita por gran parte de los intelectuales y pensadores de la Generación del 98, que ven en la pintura de Zuloaga una de sus mayores representantes. La España negra hace referencia a la España del atavismo, de la tragedia, de lo incomprensible, a veces casi mágica, pero siempre con una visión trágica de la vida.

Pero, sin embargo, la obra de este pintor excede con mucho a estos parámetros y coordenadas, pues es preciso entenderla dentro del contexto del Paris cosmopolita en que se hizo el pintor, una ciudad en la que en el grupo de simbolistas cobra cada vez más protagonismo el afán de autenticidad, que impele a muchos de ellos a salir a buscar un mundo más puro no contaminado por la civilización industrial. Gaugin es el ejemplo más claro de este éxodo a la natural y límpido y como él, Ëmile Bernard o Charles Cottet y el propio Zuloaga, que vuelve a España en búsqueda de sus raíces y se encuentra con otros compañeros, que comparten con él iconografía de bailarinas, celestinas y enanos, que están bajo la mirada y la atención también, tanto de Picasso, como de Anglada-Camarasa.

El “Retrato de Maurice Barrés”, es el mejor ejemplo de esta simbiosis entre el simbolismo francés con el costumbrismo español, que Zuloaga recoge en su pintura. A la vez rinde homenaje a la figura del Greco, uno de sus artistas más admirados, quien a su vez, al igual que Zuloaga aúna en su obra un espíritu moderno junto a un profundo sentido de la tradición.

Ignacio Zuloaga, ha dicho Ëmile Bernard, en 1932 estaba “siempre en busca de la perfección cuando es el mejor de nuestra época”. Sin embrago son otros los que gozan de un prestigio universal, bien merecido, que supera al que corresponde Zuloaga, por la calidad de su pintura.





BENITO DE DIEGO GONZÁLEZ
Miembro de la Asociación Española
y de la Madrileña de Críticos de Arte
16/03/2020


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